El día 1 de mayo de 1992 toreaba en Sevilla José Maria
Manzanares una corrida de Atanasio Fernández, junto con El Capea y Ortega Cano.
En su cuadrilla, vestido de verde y azabache, iba de segundo Manolo Montoliú, al que el primero de la tarde partió el
corazón a la salida de un par de banderillas.
Consternación general, en una de las tardes de toros mas
inhóspitas y amargas que yo recuerdo. Manzanares no hace declaraciones (“ahora
no”, fueron sus palabras). Manzanares calla mirando al infinito y en medio de
los murmullos de la capilla ardiente, lanza una pregunta que no va dirigida a
nadie en particular: ¿cómo se queda la familia?. La pregunta no obtiene
respuesta, se queda colgada en el aire. Los presentes siguen con sus conversaciones
a media voz.
La temporada sigue, la vida debe continuar. Montoliú es
substituido. La cuadrilla recompuesta, con su matador al frente, repite su
frenético trajín atravesando España de punta a punta, una y otra vez. Zaragoza termina la
temporada: el sosiego.
Finales de octubre. Manzanares se presenta, solo, en casa de
la viuda de Montoliú. A penas se conocen, la emoción hace que la situación sea
tensa, incomoda, las palabras brotan con dificultad. El matador lleva un sobre
en la mano. Se lo entrega a la señora y
tras unas atropelladas frases de despedida, se marcha.
La mujer abre el sobre, son billetes. Es la
liquidación…de la temporada completa.
Descansa en paz, ¡torero!